Mientras perdure el espacio y queden seres, hasta entonces,
Shantideva.
que yo pueda permanecer para eliminar el sufrimiento del mundo.
Cuando el pequeño Lhamo Dondrup nació en una pequeña aldea en la región de Amdo, en Tíbet, dos cuervos se acercaron al tejado de la casa. Su familia no podía imaginar entonces que aquella sencilla anécdota tendría tanto que ver con el grupo de lamas que pasarían por allí un par de años después.
Porque aunque tampoco eran conscientes de ello, el niño sí sabía que eran lamas. De hecho, venían buscándole a él. Más que un niño cualquiera del campo, se trataba del Gran Decimocuarto: Su Santidad el Dalai Lama, y todavía era capaz de recordarlos desde su vida anterior, en la que también dos cuervos aparecieron para recibirle.
Fue trasladado a Lhasa con el beneplácito de sus padres, quienes también se mudaron a la capital junto a la pequeña Pema. Los otros dos hermanos varones también eran monjes y uno de ellos, el mayor, lama reencarnado como él. La vida parecía estar llena de bendiciones.
Sin embargo, desde los tiempos del Gran Quinto la figura del Dalai Lama no se limitaba a lo religioso y Tenzin Gyatso, que así se llamaba ahora nuestro protagonista, estaba llamado a dirigir también los asuntos políticos del país. Mientras el resto del mundo se empezaba a recuperar de los estragos de la Segunda Guerra Mundial, en Asia las cosas no eran más halagüeñas y todo parecía indicar que las revueltas en China acabarían con el ascenso al poder de los comunistas, con Mao Tse Tung al frente. Para cuando el regente tibetano Reting Rimpoché falleció en 1950, el Ejército Rojo ya había traspasado las fronteras, haciendo resonar eslóganes, himnos patrióticos y promesas de futuro entre los tibetanos del noreste, justo allá donde Lhamo Dondrup había nacido quince años antes. Pero ahora aquel adolescente ya no era un niño del campo: Era la imagen viva de Chenrezig, el Bodhisatva de la Compasión, y el máximo responsable de bregar con aquella situación.
Pasó casi una década y sus ruegos a la comunidad internacional tuvieron como única respuesta el silencio. Los eslóganes se fueron convirtiendo en órdenes forzosas; los himnos, en consignas que obedecer; y las promesas, en amenazas. China reclamaba el Tíbet como parte de la sacrosanta madre patria y los consejos paternalistas de Mao dejaron lugar al horror de las torturas, las desapariciones forzosas y los bombardeos sobre Lhasa, que el Dalai Lama evitó in extremis tras consultar al oráculo de Nechung. La decisión estaba tomada: Palden Lhamo, protectora suprema de Su Santidad y el pueblo tibetano, manifestó que lo más pertinente era escapar a la India.
A pesar de llevar exiliado junto a cientos de miles de compatriotas desde 1959, su respuesta jamás ha pasado por la violencia o el rencor. Muy al contrario, el Dalai Lama se ha convertido desde entonces en todo un símbolo mundial de bondad, paciencia y buen humor, además de un líder espiritual incomparable.